martes, 6 de abril de 2010

IX. El arreglo



 —No, no, Flaco, en la estación de servicio esta vez no, muy público, muy público… A ver, anotá: vénganse a una oficina nuestra, San Martín 268, a una cuadra de la Iglesia.

Saldívar había arreglado un encuentro con el Flaco para ver cómo venía la toma del municipio. El ex intendente estaría con su mano derecha Lázaro, y el Flaco debería llevar al presidente de la Sociedad de Fomento. El lugar en realidad no era una oficina. Se trataba de una casa deshabitada ubicada en la zona céntrica de Independencia que Saldívar y Lázaro se habían apropiado durante la gestión al frente del municipio, después de verificar que su dueño había fallecido y no tenía herederos. Habían planeado ocuparla y construir ahí un local partidario, aunque últimamente estuvieron pensando en “tramitar los papeles”, una gestión ilegal que resolverían sobornando a funcionarios de su propio partido que estaban al frente de la Dirección Provincial de Catastro. Con los papeles truchos podrían intentar venderla para conseguir unos buenos pesos: de algo necesitaban vivir mientras resolvieran aquella cuestión pendiente de la caja fuerte.

* * *
—Mire Don López, con todo el respeto que usted sabe que le tengo, le voy a contar la verdad —empezó Saldívar la conversación. —Por supuesto que tengo interés en que a estos atorrantes de los Mesa les vaya mal, mi amigo, por supuesto que tengo interés… A mí me robaron las elecciones, ¿sabe? No porque haya habido fraude, sino porque se montaron sobre las inundaciones para hacer política, cuando las inundaciones son un fenómeno natural. ¿De qué me van a echar la culpa a mí, de no haber parado la lluvia? Entonces, como me sacaron de las manos la intendencia, yo le soy sincero, don López, quiero recuperarla. Creo que me lo merezco, y que el pueblo de Independencia también se merece que sigamos con una gestión al servicio del pueblo, y no como ahora que gobiernan para unos pocos, ¿no es cierto?

El ex intendente se había propuesto convencer al viejo López para que lo acepten como aliado en la rebelión contra los Mesa. Siguió:

—Entonces, como le digo, seamos claros, estamos entre amigos: el quilombo les sirve a ustedes y me sirve a mí, ¿me entiende? Les sirve a ustedes porque es cierto lo que me cuenta El Flaco que hablaron en el barrio, acá en Independencia no hay nada que privatizar, no hay autopistas para poner peaje. Entonces éstos van a hacer caja con el cobro de impuestos, haciendo funcionar el municipio como una inmobiliaria. Y de paso, como dicen ellos, sacan a algunos cuantos negritos de Independencia… Son gorilas, don López, son antipueblo, antiperonistas, anti todo son estos tipos. Entonces, como le decía, vamos por la cabeza de los Mesa y ganan ustedes y gano yo. ¿Qué gano yo? Se lo digo clarito, don López: yo quiero volver a la intendencia, eso gano. Quiero que después de esto, el Concejo Deliberante empiece a debatir la destitución de Franco Mesa y se convoque a nuevas elecciones, ¿me entiende? Ganan ustedes y gano yo… —Mintiendo con aquella verdad a medias, el político buscaba parecer creíble ante el dirigente vecinal, sin exponer su motivación de fondo.

—Si, lo comprendo, Doctor. —Saldívar no era Doctor en nada, pero López repetía su mañía de exagerar ese tipo de protocolos en situaciones así. —Lo comprendo, pero ¿sabe qué? Hay mucha gente en el barrio que no está tan de acuerdo con usted, que están contreras, pero no porque apoyen a los Mesa... Viene más por el lado de la bronca con los políticos la cosa, por el lado de las ideas de izquierda, ¿me entiende? El Flaco hizo el intento, pero hay quienes no quieren saber nada con usted, para serle sincero…

—Ya lo sé, Don López, ya lo sé… Entre los zurdos, los piqueteros y el rollo ese de que ahora se decide todo en asamblea, nos han desgastado injustamente a los políticos, es cierto eso que me dice, es cierto… Por eso estamos acá hablando con el Flaco y usted, ¿no? Porque los dirigentes siguen siendo insustituibles, don López, irremplazables. Yo sé que si me pongo de acuerdo con ustedes dos, las cosas salen, que ustedes pueden manejar a la gente, ¡para eso son los dirigentes del barrio, mi amigo! Entonces no me explique que algunos en la asamblea esto y aquello, dígame francamente qué le parece a usted.

—Bueno, mire Saldívar, más allá de la gente, yo también creo que la gestión suya no fue… a ver cómo puedo explicarle… no fue todo lo óptima que a nosotros nos hubiera gustado… Y que si usted como dice va a forzar su reelección al frente del municipio, nosotros esperamos un trato mejor, una relación más directa con las políticas sociales, ¿me entiende? Creo que si nos ponemos de acuerdo en eso…

—¿Me está pidiendo la Secretaría de Acción Social, López? ¡Digameló, vamos, sin miedo, pida, pida! ¡No hay problema, don López, para eso es esta reunión, para ponernos de acuerdo, mi viejo! Tal vez tengamos que pensar en su señora para el cargo, vio que en Acción Social siempre conviene que haya una mujer, imagínese si lo pongo a usted ahí, lo quemo don López, o al Flaco... Vos Flaco sabés que con la mujer de López en la Secretaría no te va a faltar nada, pero imaginate si te nombro secretario a vos… La cosa pasa por otro lado, ¿no?

El Flaco intervino por primera vez en la conversación.

—Por mí está todo bien Saldívar, todo bien. Acá lo importante es que te pongas de acuerdo con López, que en el barrio es el que pone la jeta. Explicale a él lo de la cana, lo que tenés abrochado por ese lado.

—Claro, claro, eso es muy importante también. Le decía al Flaco que yo ya estuve hablando con el comisario, después de cuatro años de trabajar juntos hay confianza, imaginesé don López, hay confianza… Y le decía al comisario que la cosa viene mal con los Mesa, que los comerciantes protestan en las oficinas de la municipalidad, pero cuando protesten ustedes desde los barrios ya no va a ser un par de gritos en una oficina, va a ser un flor de quilombo… Y como siempre los Mesa los van a mandar a ellos, a la cana, de carne de cañón, a reprimir, a ganarse la bronca de la gente, pero que no vale la pena, que esta vez no vale la pena…
Saldívar hizo una pausa para tomar agua. Fue Lázaro quien retomó el relato:

—Además el comisario sabe que en los planes de Mesa está cambiarlo, y poner a otro jefe de la bonaerense que trabajó para ellos en la empresa. Sabe que a él no lo quieren, que es cuestión de tiempo que lo saquen. Entonces, nosotros le explicamos, mirá, por más que vos hagas buena letra, la patada en el culo te la van a pegar igual, acá la única que te queda es que los Mesa se debiliten y no puedan hacer lo que ellos quieran, eso le explicamos al comisario.

Saldívar continuó:

—Claro, le explicamos que en este caso la protesta de ustedes coincide en interés con lo que él necesita para que Mesa no lo eche, porque el tipo es policía pero no es boludo, eh… Entendió enseguida, Don López, entendió enseguida… Nosotros no le hablamos ni de la toma del municipio, ni de la fecha ni nada. Nos preocupamos por verificar si el tipo estaba con ánimo de dejar correr la revuelta sin reprimir, y ¿sabe qué terminó diciéndonos? Terminó largándonos una perorata, que él en realidad es un nacionalista que está cerca del pueblo, que la policía no tiene que estar para reprimir a la gente sino que tendría que estar para perseguir a los delincuentes de guante blanco como los Mesa, y qué se yo cuántas cosas más…

—Miralo al milico éste ahora —intervino el Flaco— así que no está para reprimir ese hijo de puta, ¿qué es lo que hizo entonces aquella vez que...

—Bueno, Flaquito, bueno —lo cortó el viejo López, apoyando su mano sobre el gordo antebrazo del Flaco— dejá que nos cuente más el Doctor, no interrumpás.

—Está bien Don López, está bien. Sigo entonces. Lo concreto es que el comisario está en la misma sintonía que nosotros. Yo garantizo eso. Ustedes movilizan, toman el municipio, imponen su fuerza, y yo garantizo que la policía no se meta. ¡Es un trato justo! ¿O no? ¿Eh, Flaquito? Dejalo tranquilo al comisario, dejá las broncas para otro momento, lo importante es que el tipo todavía sigue siendo el que manda en la comisaría de acá y nos garantiza que no va a haber palos, ¿qué más querés?

—Bueno Saldívar, a mí me convenció, qué quiere que le diga —retomó el viejo López.—Para mí está bien. Se dará cuenta que esto no es para andar hablando por ahí, ni de parte nuestra ni de parte suya.

—¡Me extraña, don López, me extraña! Por supuesto, quédese tranquilo. Flaco, decile vos, quédese tranquilo Don López, acá ganamos todos o perdemos todos, así que este acuerdo lo tenemos que cuidar como a un tesoro… Imagínese cuando esto salga bien: los Mesa políticamente heridos de muerte, y ustedes con todos los laureles de ser el barrio más combativo, que defiende lo suyo, que le pone un freno a estos pichones de oligarca… ¡todo ganancia Don López! Entonces está todo arreglado, qué bien, qué bien… ¿Fecha, Flaquito?

—Doce de marzo.

—Doce de marzo cae…

—Martes, martes 12 de marzo.

—Perfecto, martes 12 de marzo, no queda mucho tiempo, ¡a preparar los últimos detalles muchachos! Y después a ver si hacemos un asadito, ¡eh! Lázaro, un asadito en la Sociedad de Fomento, por supuesto pagamos todo nosotros, faltaba más, ¿le parece Don López?

—Claro, serán bienvenidos, muchas gracias Saldívar, ahí le agradeceremos todo esto que está haciendo por nosotros con un aplauso, un aplauso para el Doctor…

VIII. Una decisión enérgica lista para ser ejecutada


El segundo fin de semana de febrero se había puesto fresco, después de las lluvias veraniegas. Era sábado, y la Sociedad de Fomento “Sonkoy” estaba con sus puertas abiertas desde temprano. En la pizarra que da a la calle, desde hace unos días podía leerse:

Sábado 9, 18 hs, Asamblea Vecinal.
¿Qué hacemos con las cuotas y el impuestazo?
¿Corren riesgo nuestras viviendas?
Participe.


A las cinco y media llegaron Marta y Culebra. El viejo López y Ofelia estaban desde temprano. El Pela llegó minutos después para confirmar lo que sabía, que su amigo ya estaba allí con la mujer. De a poco fueron llegando los demás. A las seis y media ya eran más de ochenta vecinos ocupando el salón. En la punta cercana a la cocina, el viejo López había colocado un escritorio medio destartalado pero que servía para formalizar su rol de presidente de la institución. Se sentó él al medio, a su izquierda su mujer Ofelia, y la silla de la derecha quedó momentáneamente vacía. A un lado y otro del escritorio se proyectaban filas de sillas de plástico que se cerraban hacia el fondo, dando forma a algo parecido a un óvalo. Cada uno fue eligiendo su lugar.

El viejo López recorrió la asamblea con su mirada, por sobre los lentes para leer de cerca. Repasó la presencia de las familias más representativas: todos estaban allí. Pero aún no quería empezar. “Llamalo al Flaco a ver si está llegando”, le dijo a su mujer, que sin decir ni gesticular sacó de su bolsillo izquierdo un teléfono celular y seleccionó el contacto.

—Flaco, te estamos esperando, ¿venís?

—Qué tal Ofelia, llego en un toque, pero empiecen, mamita, empiecen.

—Queda mal la silla vacía Flaco, vení que te esperamos.

En menos de cinco minutos El Flaco había estacionado su moto de alta cilindrada en la vereda y recorría con pasos sonoros el trayecto desde la puerta hasta la silla a la derecha del presidente de la Sociedad de Fomento, sin saludar. Como si al sentarse El Flaco se activara un dispositivo de inicio de la asamblea, automáticamente el viejo López dio comienzo a la reunión.

—Bienvenidos todos a ésta que es su casa. Es un orgullo para la Sociedad de Fomento Sonkoy que esta reunión tan importante para el barrio se haga aquí, en nuestras instalaciones. Se habrán enterado por los carteles y por el boca a boca de la gravedad del tema que tenemos que tratar, de la defensa de nuestro querido barrio. Por eso esta es una convocatoria que va más allá de la Sociedad de Fomento, es una cuestión de todos los vecinos y no sólo de los socios. Por lo tanto lo que digamos hoy en esta asamblea no va a constar en el libro de actas, y si no hay oposición someto a la asamblea la posibilidad de presidirla a los fines de que transcurra en orden.

Los discursos que mejor le iban al viejo López eran éstos, en los que no decía nada de importancia pero derrochaba formalismos y sentía, de esa ridícula manera, reafirmada su autoridad. Nadie prestó mucha atención a sus palabras. Todos seguían con sus conversaciones que arrastraban de un rato antes, bajando la voz, pero sin cortar sus diálogos, murmurando por lo bajo. El debate empezó cuando Marta tomó la palabra.

—Bueno, yo quiero hablar. Hasta hace una semana lo que todos sabíamos era que el intendente Mesa estaba aumentando los impuestos municipales, y eso ya nos afecta a todos. Pero además, en estos días, les habrá llegado a cada uno de ustedes este panfleto tan bonito y tan brillante —Marta alzó un tríptico de papel ilustración que se había repartido casa por casa la semana anterior— Acá se habla de la justicia, del derecho a la vivienda, pero no nos dejemos engañar porque este papel así brillante como está no es más que espejitos de colores… Nos quieren deslumbrar con palabras bonitas cuando lo que están preparando es un ataque a nuestro barrio, a nuestras viviendas.

Los cuchicheos se habían ido extinguiendo mientras Marta avanzaba con sus palabras. Ahora era todo silencio. Todo, menos el bullicio lejano de los niños que correteaban al fondo, ajenos a la asamblea.

—Vean bien lo que dice el intendente acá —retomó Marta. Fijó la vista en el folleto y leyó: —“Plan de regulación de tenencia de asentamientos y barrios sobre tierras fiscales. Una familia, una casa. Que su vivienda sea su propiedad. Cuotas accesibles”.           —Hizo una pausa, levantó la vista y retomó. —Suena muy bonito, ¿no es cierto? ¿Quién no quiere estar tranquilo con su terrenito, con su casa? Pero, a ver, compañeros, ¿a nadie le genera desconfianza tanta palabra bonita en boca de estos tipos del municipio?

Tal vez por exceso de respeto o tal vez porque la mayoría interpretó que se trataba de una pregunta que Marta misma contestaría, nadie respondió.

—Les pregunto a ustedes. ¿Qué creen que es eso de que “su vivienda sea su propiedad”?
Con la insistencia, ahora sí algunos se sintieron interpelados.

—Y, ellos dicen que van a darnos los títulos de propiedad de nuestras casas, hay que ver si será verdad. —Intervino el vecino del quiosco que está frente a la canchita.
Retomó la mujer:

—Claro, eso dicen, pero ¿ese es realmente su objetivo? ¿Alguien tiene más información? A ver, ¿qué opinan ustedes?

Marta tenía en claro que el debate culminaría con la decisión de realizar una protesta contra el Municipio, pero en las asambleas siempre avanzaba paso a paso, acompañando la reflexión de los demás.

—Y, si ponen en el medio el cobro de cuotas, ahí siempre aparece el temor de que a uno lo estafen, ¿no? —acotó don Cosme.

—Yo prefiero pagar las cuotas y tener la seguridad de mi casa. El que quiere puede pagar —dijo Tito el verdulero. La asamblea se iba animando.

—Vos podés, Tito, pero sabés que la mayoría no va a poder —contestó un viejito desde el fondo. Tapó su boca unos segundos para toser, y retomó: —No seamos egoístas y pensemos en el barrio, porque si no acá se van a terminar jodiendo todos, hasta los que ahora parece que se salvan.

—Claro, además en otros barrios se aplicó una ley de tierras o no sé cómo se llama, donde cada uno escrituró su casa sin aumento de impuestos ni tener que pagar… Porque si hay que pagar para tener lo que ya es nuestro… quiere decir que si alguno no puede pagar va a perder lo suyo, su casa, ¿o no?
Distintas personas iban exponiendo en palabras sencillas cuál era el verdadero problema. De a poco cobraba forma una reflexión serena, colectiva. La decisión final iba surgiendo de la propia participación vecinal.

Don Cosme, que había hablado del temor a que los estafen, agregó:

—Bueno, pero entonces la cosa es fácil: que se hable con el intendente Mesa para que dé marcha atrás con todo esto de los impuestos y las cuotas, y si no entiende razones, nos movilizamos, cortamos la avenida, lo que sea.

—Cabe señalar que ya hablamos con el intendente, y las respuestas no fueron buenas —intervino el viejo López, sobreactuando su voz grave y pausada. —Fuimos los representantes de la Sociedad de Fomento con otros vecinos, y el señor intendente insistió con que todo este plan de tierras es mejor para nosotros, habló de los vecinos honestos y de los que no quieren salir adelante, dando a entender que los que podían perder sus viviendas eran quienes no querían salir adelante… Nos atendió con una sonrisa, pero lo que nos dijo no nos tranquilizó en absoluto…

El Flaco, a su lado, volcó su cuerpote sobre el escritorio como hace siempre que va a hablar:

—Acá mi amigo López es muy diplomático —empezó diciendo, mientras con su brazo izquierdo rodeaba por detrás al presidente de la Sociedad de Fomento y daba unas palmadas en su espalda— López es muy delicado, porque la posta es que Mesa nos trató como a idiotas, prácticamente. Lo que nos dijo ese tipo fue un insulto a nuestra dignidad —reforzó esas últimas palabras y buscó aprobación con la mirada, como si la frase última mereciera un especial reconocimiento—. Nos trató como si tuviéramos capacidades mentales diferenciadas, como se dice ahora… —repitió y volvió a sonreír, involuntariamente bobalicón—. Ése se piensa que no entendemos nada porque somos de la villa. Ese tipo es un garca, viejo, un garca como los peores garcas.

Siguió hablando un rato más. Explicó, a su modo, que si dejaban avanzar a Mesa con los impuestos y las cuotas por las viviendas, después vendría la privatización de la salud, el recorte de las becas estudiantiles, “y ya sabemos como sigue todo esto”.

—Por eso hay que reaccionar, viejo. Como dice Don Cosme, pero no con una marchita, discúlpeme Don Cosme, sin ofender, pero no con una marchita más. “Cuando fracasa la petición, viene la acción” decía el General. Así que tenemos que mostrarle a estos tipos que, ahora, ya no les pedimos que hagan esto o aquello, sino que no los vamos a dejar gobernar si quieren avanzar en contra nuestra. —El Flaco hizo una pausa y por fin cedió la palabra.

—A mí me dicen egoísta —se metió en el silencio el verdulero—, pero vos Flaco qué estás proponiendo, ¿hacer una de las tuyas? ¿Le vas a pegar un tiro en una pata al intendente, o qué vas a hacer?
La asamblea se dividió entre susurros de desaprobación y risas cómplices. El Flaco ni se inmutó.

—Me extraña, Tito, me extraña. No nos pisemos la manguera entre bomberos, hermano. Aunque en algo tenés razón, si cada uno se corta solo no vamos a ningún lado, ¡muy bien que vos lo reconozcas! —dijo El Flaco devolviendo la provocación a quien minutos antes había propuesto que quien pudiera, pagara. Lanzó una risotada y retomó: —de lo que estoy hablando, para ir al grano, es de algo grande, que nos movilicemos todos, pero que no nos quedemos en la calle con los bombos, sino que nos metamos adentro, que les tomemos el edificio, y con el quilombo que se arma con eso, van a ser ellos los que nos pidan por favor que quieren negociar, vas a ver… Además, no somos los únicos que le tenemos bronca a los Mesa. Estuvo hablando conmigo Saldívar y...

—Pará Flaco, pará —lo interrumpió Marta decidida—. Ya te dijimos que una cosa es una cosa y otra cosa es el corrupto y transa ese de Saldívar. Acá no nos metamos con esos políticos de cuarta si queremos que las cosas salgan bien.

Culebra apoyó la intervención de la mujer con palabras medidas, no vaya a ser cosa que se le escaparan y se le mezclaran las emociones. El Pela habló detrás de él para no decir nada, o simplemente para decirle a su amigo y a Marta “acá estoy yo también”. Tanto uno como el otro parecían entreverarse en un diálogo inconsciente que dejaba a la asamblea y a todos los demás sólo como telón de fondo.
Sin reparar en estos detalles, El Flaco insistió con los mismos argumentos que semanas atrás había volcado en la reunión donde se tocó el tema por primera vez. El ambiente se fue poniendo espeso y la discusión quedó polarizada. Después de media hora de otras intervenciones y de polémica sostenida, el viejo López retomó la palabra:

—Bueno señores y señoras, vamos a pasar en limpio todo esto, si me permiten. Hasta el momento parece que hay acuerdo en hacer una medida de protesta dura, contundente, que puede ser lo que planteó el Secretario de Juventud de la institución, aquí a mi derecha— dijo, señalando al Flaco. Marta lo interrumpió:

—Sí, López, pero que quede claro que una cosa es la decisión vecinal que estamos tomando, que yo acuerdo con que sea de esa forma, con fuerza, si hace falta tomando el municipio, pero otra cosa es meter a Saldívar en el medio, que quede claro que eso no.

Retomó el viejo López:

—Entonces, como dice Marta, sometemos a votación la decisión de movilizar al Municipio en forma contundente y sin descartar ningún desenlace, por decirlo de alguna forma, en defensa de nuestras viviendas y nuestro barrio, hasta que den marcha atrás con el cobro de las cuotas. Eso es lo que buscamos acordar ahora, lo demás lo dejamos de lado. ¿Por la positiva?

Lo que había empezado siendo, días atrás, una mera propuesta surgida de una reunión de cinco personas, con la aprobación de la asamblea se convertía en una decisión enérgica, asumida por todo el barrio, lista para ser ejecutada. La mayor parte de los presentes levantó su mano. Un aplauso cerrado coronó la decisión.

VII. Saldívar, el fin


Diez días antes de las elecciones, durante la primera semana de setiembre, una tardía tormenta de Santa Rosa descargó su fuerza sobre Buenos Aires y las inundaciones tomaron en Independencia dimensión de catástrofe. Los barrios bajos contabilizaron trescientos milímetros de agua durante varios días. Ochocientas familias fueron evacuadas. En el centro el agua entró a los negocios y arruinó la mercadería. Una viejita y un chico murieron electrocutados por un cable del tendido eléctrico caído por la tormenta. Los bomberos de Independencia no estaban preparados para tanto, y los operativos de rescate se dificultaron ya que las principales calles de la cuidad sólo podían ser recorridas con botes o improvisadas balsas.

Saldívar se había propuesto mantener una gestión mediocre donde apenas se hicieran las cosas más o menos bien. Pero una estrategia así no incluye la prevención, ni el destino de recursos a situaciones de emergencia. La mediocridad no planifica respuestas a imprevistos, y esta tormenta no estaba en las previsiones de nadie, al menos en el municipio de Independencia. Ante el desconcierto y la ineptitud que mostraba no sólo él sino todo su equipo de gobierno, Saldívar cometió un error más. Buscando zafar del repudio social y de la périda segura de votos, intentó un último manotazo de ahogado: denunció que el caos generado por las inundaciones se debía a una maniobra de su adversario que, ante la inminencia de la tormenta, durante la primera madrugada de lluvia había mandado a anegar los desagües y las alcantarillas, tapándolas con bolsas de residuos con la deliberada intención de que pasara lo que finalmente pasó. La ocurrencia de Saldívar tenía un antecedente en su propia trayectoria política. En 1987, previo a las elecciones legislativas en las que el peronismo trataría de desgastar en las urnas al gobierno radical, su referente en el partido lo había llevado a él, por entonces un simple militante, a hacer ese trabajo sucio en medio de unas fuertes lluvias que terminaron con los barrios del sur de la capital más inundados que de costumbre, y dejaron al intendente porteño en una incómoda situación que le quitaría votos decisivos.

Pero en este caso nadie creyó que los estragos de esos días fueran consecuencia de una maniobra sucia del candidato opositor. Mientras Saldívar balbuceaba excusas inverosímiles, Franco Mesa aprovechó para hacer actos de solidaridad con los inundados, repartir colchones y ropa y anunciar obras de infraestructura. Recorrió con sus actos la sede del Centro de Comerciantes, iglesias de todo signo, varios Clubes y Sociedades de Fomento. De a poco comenzaban a alejarse del intendente caído en desgracia los representantes de las fuerzas vivas de Independencia.
La denuncia que nadie creyó hundió más a Saldívar, y fue durante esa semana que el periódico Voces de Independencia publicó en su tapa un adelanto de lo que finalmente sería el resultado electoral: “Se dan vuelta las encuestas. Mesa, 5 puntos arriba”.

* * *
No hace tanto, Saldívar se había creído el político más hábil al “perdonarle la vida” a su rival electoral para embolsarse una suma abultada en dólares. Ahora, el domingo de las elecciones, se sabía un ser ruin, inepto y derrotado. En medio de algunos pocos bocinazos de festejo por la victoria ajena, aquella noche Saldívar la pasó solo en su despacho. Allí estuvo. Con los puños de la camisa arremangados y la corbata floja a la altura del segundo botón, la línea de merca cortada sobre el vidrio del escritorio lista para ser esnifada, y el vaso de wisky, siempre a medio llenar.

***
Pasó más de un mes hasta que Franco Mesa asumió como nuevo intendente de Independencia. Sin poder ni querer resistirse, durante ese tiempo Saldívar incrementó su adicción a la cocaína y su consecuente necesidad de psicofármacos como contrapeso. Rivotril, Lexotanil, Prozac: el Secretario de Salud del municipio que le conseguía las recetas tuvo que ir variando la presentación de la droga para no despertar sospechas. Sin animarse a hablar del tema directamente con Saldívar, el funcionario médico citó a Lázaro y lo puso sobre alerta: si el hombre estaba consumiendo todo lo que le demandaba en recetas, además del consumo del polvo blanco debía estar tomando no menos de seis pastillas de 2 miligramos por día. Los vómitos y alucinaciones se volvieron cotidianos. Durante todo ese tiempo se lo vio ido y desalineado. Después de cada momento de exitación, los ansiolíticos lo deprimían aún más. Lázaro lo cuidó ese tiempo, en su departamento y en la oficina. También tuvo que cubrirle las espaldas en la gestión, negociando con la oposición una transición, si no digna, al menos discreta. En eso estuvieron los dos durante aquellos cuarenta enfermizos días, reparando sólo de tanto en tanto en que se les agotaba el tiempo y aún no se habían detenido a pensar cómo sacar, sin la llave perdida, los 900 mil dólares de esa maldita caja de hierro que tenían a pocos pasos de su despacho, y que los desafiaba con sólo permanecer inmóvil, impoluta, inexpugnable.

domingo, 28 de marzo de 2010

VI. El presagio de una dolorosa despedida


Una semana después, la negociación fue breve. El abogado de los Mesa ofreció un monto similar al que sus jefes habían invertido en la campaña: 900 mil dólares para olvidarse del tema y seguir compitiendo electoralmente sin trampas. O al menos sin trampas de esa envergadura. La oferta superó las expectativas de Saldívar, que decidió aceptar de inmediato disimulando mal su excitación. Por cómo venían las cosas, ganarían las elecciones y además se harían con el botín.

El abogado de los empresarios y Chachi Gauna como mujer de confianza del intendente quedaron a cargo de los detalles. Aunque, por el monto en juego, esta vez Saldívar quiso estar seguro de que tendría los 900 mil en mano y no volando: acordó la entrega en su propio despacho.

* * *

—Perfecto, suerte en la campaña—, saludó Saldívar al abogado de los Mesa, sin evitar ser burdamente irónico. Acababa de recibir 90 fajos termosellados de cien billetes de 100 dólares, en una caja de zapatos Grimoldi, dentro de una bolsa de compras de la misma zapatería.

—Encargate Chachi, meté esto donde ya sabés, después vemos cómo lo vamos sacando de acá—, dijo Saldívar cuando el abogado se había retirado, y salió él también junto a Lázaro de su despacho.

* * *

Saldívar y Chachi Gauna decían ser primos-hermanos, pero en realidad la relación familiar entre ellos era bien remota, casi inexistente: la mujer era prima-hermana de la ex esposa de Saldívar, no de él. Ambos decían ser parientes para despejar suspicacias sobre la relación sentimental que los unía: clandestina, ocasional, conflictiva, más intensa de lo que en principio hubiesen preferido.

La mujer, de unos 35 años, contaba con algunos méritos propios en su carrera. Como abogada había trabajado en la Secretaría de Medioambiente de la provincia. Después había sido electa concejal en las mismas elecciones en que Saldívar ganó la intendencia, pero no llegó a asumir porque éste la convocó para que integrara su equipo de trabajo. Era jovial y seductora, vestía bien y se mostraba independiente y segura de sí misma: una personalidad ideal para interactuar en el mundo hostil y machista de la política. Ahora debía encargarse de los fajos de dólares. Era la coima más grande que Saldívar había recibido en toda su vida.

Chachi tenía un escondite secreto para guardar papeles comprometedores y dinero ilegal, que sólo Saldívar y Lázaro conocían. Tal vez inspirada en alguna novela clásica de detectives, Chachi estaba convencida de que el lugar más expuesto termina siendo el más seguro. ¿Quién iba a pensar que esa vieja caja fuerte en la sala de espera de la oficina del intendente, ese viejo armario de hierro fundido, con una rueda de combinación destartalada, podía estar realmente en uso? La rueda de combinación mecánica a la que le faltaba la perilla del centro y le asomaba un pequeño resorte, era un elemento fundamental para despistar a cualquiera. A primera vista, esa caja fuerte tenía su sistema de apertura indefectiblemente roto. Sin embargo, como muchos modelos de cajas fuertes antiguas, ésta ofrecía la posibilidad de ser abierta girando la rueda según los números de combinación, o por el más sencillo método de la llave en la cerradura. Se trataba de una cerradura reforzada de dos vueltas, con llave de paleta a ambos lados del eje y estrías diferenciadas. En este mecanismo antiguo el pestillo sale dos veces pero, a diferencia de las cerraduras actuales, cada vuelta de llave genera un empuje a partir de una combinación dentada distinta. El agujero de la cerradura estaba oculto en la puerta frontal, tras una pequeña chapa que tenía grabada la marca de la empresa que las fabricaba: “Safe & Lock Co.”.

Chachi era quien llevaba siempre consigo la llave de esa cerradura, que de tan antigua se convertía en doblemente segura. Dos años atrás, la llave original se había quebrado. Después de meses de averiguaciones, Chachi y Saldívar concluyeron que sólo podrían lograr una copia encargando el trabajo en una fragua, recreando el molde y haciendo la nueva pieza de fundición, tomando como modelo los dos pedazos de la pieza partida. Chachi sugirió encargar el trabajo bien lejos de Independencia, para evitar que nadie pudiera saber de qué se trataba el asunto. Ubicó un taller lejano, viajó dos horas y permaneció un día entero allí, viendo cómo el herrero recreaba la llave de fundición. Al retirarse pidió el molde, que arrojó después en una alcantarilla. Obsesiva y previsora, a partir de entonces llevó siempre consigo la llave; de esa manera garantizaba que nadie más que ella pudiera abrir la pesada puerta de hierro que guardaba secretos y dineros sucios. En aquel momento, ni ella ni Saldívar pensaron en hacer una segunda copia aprovechando la ocasión, descuido por el que Saldívar se lamentaría hasta sus últimos días.
* * *
Aquella misma noche del cobro de la coima a los Mesa, Chachi fue la última en abandonar el despacho del intendente. Cuando se aseguró de que no quedara nadie en todo el primer piso del edificio municipal, abrió la caja fuerte y guardó la bolsa con la caja y los billetes dentro. En los días posteriores, como había dicho Saldívar, verían cómo ir sacando eso de ahí.

* * *

A partir de entonces, el destino trágico de Chachi selló la suerte adversa de Saldívar.

* * *

La mujer, últimamente, había estado pensando en tomar distancia. Con Saldívar discutían a menudo, por cuestiones políticas o berrinches sentimentales, pero eso no era lo central. El verdadero problema surgía cuando él se ponía violento, descontrolado, bajo los efectos de la cocaína o las pastillas. Chachi se había propuesto ser tolerante, pero con el tiempo las discusiones se habían vuelto más frecuentes y las actitudes violentas de Saldívar empeoraban. Ella no quería herirlo, ni quería seguir estando mal a su lado.

Lo citó por la noche en su departamento. Se había propuesto que esa noche no hubiera discusiones, así que lo esperó con el champán en la heladera, la música suave y el salón iluminado con las luces tenues de un velador. Lo recibió sin maquillaje, descalza, con el pelo suelto y vestida sólo con una camisola blanca hasta la cadera que dejaba sus muslos al descubierto.

Apenas él entró lo acarició con ganas, lo besó ahí mismo. Antes de arrastrarlo hasta el sofá, hurgó en los bolsillos del saco. Encontró un papel de merca y el pastillero que Saldívar siempre llevaba consigo. El hombre reaccionó instintivamente tomando el brazo de la mujer con fuerza, como si con la droga le estuvieran sacando el alma. Ella le hizo saber la molestia con una mirada triste, y él aflojó. El papel y el pastillero terminaron en poder de la mujer. Entonces sí Chachi agasajó a Saldívar como él no lo merecía. Sirvió una sola copa de champán que compartieron, aunque después de los primeros tragos, Saldívar fue presuroso al baño. En el bolsillo interior de su camisa llevaba una tableta extra de Rivotril y, tembloroso, tomó dos pastillas casi sin agua, para no perder el gusto del champán en su paladar.

Volvió, llenó otra vez la copa y la vació en su garganta, excitándose un poco en cada trago. Cachi se brindó íntegra. Actuó poniendo en juego todo el amor del que fue capaz. Lo besó con ternura, sintió que tenía consigo a un hombre que necesitaba todo su afecto. “Gracias, negra, te amo” pareció corresponder él, susurrando mientras mordisqueaba su oreja, y a ella se le aceleraban los latidos del corazón con aquellas palabras que pocas veces había oído.

A Saldívar, en cambio, lo que se le aceleraba era el flujo de sangre que endurecía su verga. Olvidó las palabras dulces y dio rienda suelta a su deseo, aprovechando la entrega de su compañera. Tomándola por la cintura la dio vuelta, la acomodó sobre el sofá y arremetió con cierta dificultad que supo sortear, sintiendo que lo que se estaba cogiendo era un culo sabroso y no a esa mujer que en ese momento pretendía amarlo. Chachi, que se había propuesto ser condescendiente con Saldívar esa noche, se prestó al juego y lo dejó hacer: tantas veces ella también había disfrutado de su macho, galopando excitada sobre un falo y no sobre un amor, cosificando su pedazo para maximizar el goce. Pero, esta vez, para ella era distinto, debía ser distinto. Sentía el ir y venir dentro suyo, y sólo quería abrazarlo, besarlo. Cuidándose de que él no sintiera un rechazo, fue virando hasta que quedaron frente a frente, y entonces sí lo atrapó entrelazando sus piernas y sus brazos, lo besó y lo acarició manteniéndolo dentro suyo, mientras ahora era él quien se dejaba llevar. Así acabaron, cogiendo con sus sexos y amándose con sus labios y sus lenguas, con esa mezcla de desenfreno, pasión, amor y ternura que sólo logran los cuerpos que se aman durante años.

Finalmente el hombre se relajó hasta desplomarse. Lloró. Acurrucado en los brazos de la mujer, desinflado, tembloroso.

A la mañana siguiente Saldívar no se sorprendió cuando ella le anunció que se iría por un tiempo, a descansar. Ninguno de los dos podía saber que ya no volverían a verse. Sin embargo, qué otra cosa había sucedido aquella noche sino el presagio de una dolorosa despedida.

***

Días después el nombre de la mujer apareció en los diarios de la peor forma. “Otra jornada fatal con muertos en las rutas”, tituló el diario La Nación en su tapa, y la nota agregaba: “Seis personas perdieron la vida en la ruta 2 tras chocar un vehículo particular con un ómnibus de larga distancia a la altura de Dolores. Entre las víctimas fatales fue identificada la conductora del automóvil, Susana Gauna, quien se desempeñaba como funcionaria del municipio bonaerense de Independencia”.

La mujer se había separado hacía años y no tenía hijos. Su anciana madre estaba internada en un hospital de Entre Ríos con graves problemas de salud, y no podría ir al velorio. Saldívar, entonces, se encargaría de todo.

La pérdida de su confidente y amante lo dejó shockeado. Como en una mala telenovela de la tarde, recién con su muerte dimensionó todo lo que ella significaba para él. Estaba realmente apesadumbrado. Con Chachi perdía, además de un sostén afectivo, una pieza clave de su armado político y de la campaña electoral. Todavía faltaban tres semanas para los comicios, pero su preocupación tenía una motivación especial: recuperar la llave de la caja fuerte. Esa preocupación fue la que le dio fuerzas para no dejarse estar y funcionó como un incentivo extra a la hora de tener que ir a reconocer el cuerpo de la mujer, firmar los certificados de defunción y sobre todo, reclamar sus pertenencias.

* * *

Lo que Saldívar pensó que sería un trámite, terminó convirtiéndose en una pesadilla. Al parecer, algunos pibes del lugar se habían acercado a la zona del accidente antes de la llegada de la policía, y robaron unas pocas cosas sin demasiado valor: el frente desmontable del estéreo del auto, el reloj pulsera de Chachi, su cartera… y una cadenita dorada que llevaba al cuello, de la que colgaba una extraña llave de bronce. No se habían llevado en cambio la documentación de la mujer, por lo que la policía decidió dejar pasar el robo de las pertenencias de menor valor, y nada se investigó al respecto. Saldívar recién pudo encargarse del tema unos días después del entierro. Habló con Lázaro y le encargó que tomara las riendas de todos los asuntos que manejaba Chachi en la intendencia, en especial la campaña electoral. Él viajaría a Dolores, donde había sido el accidente, para hablar con las autoridades policiales y rastrear aquella llave perdida.

Iban pasando los días. Quedaban sólo dos semanas para las elecciones y Saldívar, con el problema del velorio y las pertenencias de Chachi, estaba quedando totalmente al margen del último tramo de la campaña. Suspendió por una semana sus apariciones públicas y se concentró en la búsqueda de la maldita llave, sin éxito: parecía quedar definitivamente perdida, en manos de unos rateros que tal vez ya la hubieran desechado desconociendo su real valor.

Fue Lázaro quien lo devolvió a la realidad, y lo alertó:

—Mirá que hace dos semanas que le estamos regalando el terreno a los Mesa, no te confiés a ver si todavía perdemos.

—Tendría que pasar una desgracia para que perdamos—, dijo mecánicamente Saldívar, intentando despejar malos augurios.

—Una desgracia ya pasó con lo de Chachi, ahora concentrémonos en la campaña, porque si aparece algún otro imprevisto, ahí sí que cagamos.

Pero la mala fortuna seguía rondando la vida de Saldívar, y otro imprevisto apareció. Otra tragedia. Otro hecho inesperado que le daría al hombre la estocada final y lo dejaría fuera de carrera.


Continuará...

domingo, 21 de marzo de 2010

V— Una sonrisa tan falsa como la lealtad que los une



Cuatro meses atrás, con los primeros soles de primavera, Saldívar había dejado escurrir de entre sus dedos la posibilidad de aniquilar a su rival y garantizar su segundo mandato. Con el tiempo él mismo se referirá a aquella decisión ambiciosa y desacertada: “le vendimos nuestra victoria al enemigo”, dirá.

* * *

Faltaba un mes para las elecciones y las encuestas del diario Voces de Independencia daban una ventaja muy amplia a Saldívar. El intendente que buscaba su reelección ponía plata en ese pasquín municipal que tantas otras veces había mentido a favor del oficialismo, pero aún así, en este caso no había motivos para dudar. La gestión opaca y poco conflictiva de Saldívar sumaba más voluntades que las que todavía lograba entusiasmar Franco Mesa. El grupo empresarial había instalado la candidatura del joven Franco con una inversión obscena, descomunal. Pagaron decenas de miles de carteles en calles y avenidas. En los barrios populares su propuesta fue ingeniosa. Los Mesa no daban bolsones de comida a los pobres, como hacían desde la intendencia. Organizaban, en cambio, festivales de cumbia y chamamé y sorteaban plata en efectivo, un salario básico para diez vecinos por festival. “El candidato que te regala el sueldo”, gritaba el animador desde el escenario improvisado en la explanada de un camión, y la frase se convirtió en el slogan más efectista. A eso sumaban una permanente inversión publicitaria disfrazada de artículos periodísticos y spots televisivos ensalzando la figura del candidato empresario.

Pero a pesar de los cientos de miles de pesos invertidos por los Mesa, tres semanas antes de las elecciones Saldívar se mantenía diez puntos arriba en las encuestas. La estrategia básica, primaria, de limitarse a hacer las cosas más o menos bien durante el último año de gestión le venía dando buenos resultados. Así de tranquila venía la campaña, cuando Saldívar desaprovechó la posibilidad de rematar a su adversario.

* * *

Lázaro Gándara era el Secretario Privado de Saldívar, su hombre de confianza en la política. Se habían conocido en el colegio industrial y durante la juventud habían sido amigos de vicios y parrandas. Junto a la después fallecida Chachi Gauna —otra protagonista de esta historia— conformaban el núcleo de hierro por el que pasaban todas las decisiones de importancia.

Semanas atrás, a la oficina de Lázaro había llegado Don Bermúdez, un ex trabajador de la cementera de los Mesa. El viejito llevaba consigo un certificado médico que alertaba sobre la causa de su enfermedad terminal: contaminación por las deficientes condiciones laborales en la empresa del candidato opositor. El hombre, achacado por los años de trabajo duro y por las dolencias incurables, puso en manos del funcionario el certificado elaborado por el servicio médico de la propia empresa. Lázaro, lejos de preocuparse por los padecimientos del viejo, rumbeó sus pensamientos en otra dirección. Como si se tratara de una revelación divina, se le desdibujó todo lo que tenía enfrente y su mente sólo registró por unos segundos, como si las estuviera viendo al alcance de sus manos, las tapas de los principales diarios nacionales con la denuncia pública que terminaría de hundir a los Mesa. Sin volver a reparar en el viejo, retuvo el certificado médico con el mismo celo con que hubiera guardado el mapa de un tesoro. Con una sonrisa que nada tenía que ver con la cortesía y sin disimular su apuro por sacárselo de encima, derivó al viejito a otra oficina y ordenó que le tramitaran una pensión por invalidez. Quedó solo en su despacho, ordenó que no lo molestaran. Dio vueltas a paso acelerado rodeando el escritorio, mientras pensaba cómo informar de todo a Saldívar. Pero repentinamente decidió que debía serenarse. Tenía que ser meticuloso, y se propuso no dejar ningún cabo suelto antes de actuar. Si iba a denunciar a la empresa, había que hablar primero con el sindicato, pensó. Saldívar podía esperar.

***

Don Bermúdez no había querido llevar el caso al dirigente gremial de su empresa. “Ese seguro que arregla todo con los patrones”, había dicho el viejo. “Un sindicalista propenso al acuerdo”, pensó Lázaro, otro buen dato a su favor. Reafirmó entonces que debía hablar primero con el sindicato antes de avanzar en su jugada. Con los papeles a cuestas se reunió con el dirigente de la comisión interna de la empresa, Hugo Báez: un hombre alto y flaco, humilde, de tez clara y mirada mansa. Su aspecto no era el del sindicalista clásico. Su práctica, en cambio, no hacía la diferencia. Báez se había hecho fuerte como delegado general de la planta después de ganar la disputa con los camioneros por el encuadramiento de los afiliados en uno u otro sindicato. La empresa prefería mantener alejado al más poderoso gremio de los transportistas, y por eso había apoyado a Báez como representante del Sindicato de Trabajadores de la Industria del Cemento. Éste había sabido retribuir el apoyo de sus patrones manteniendo a raya a los trabajadores que debía representar. Un sindicalista corrupto, hecho y derecho era Hugo Báez, y sin embargo aún no se había aventurado en la política. Otro buen dato para Lázaro.

—Mirá, Báez, tenemos información de que en la planta hay laburantes con graves problemas de salud —planteó Lázaro al sindicalista.

—Problemas siempre hay, Gándara, como en todos lados, ¿sabe? –Lázaro era más joven que Báez y lo tuteaba, pero el dirigente gremial mantenía las formas tratándolo de usted —Acá en la fábrica lo importante es que con los Mesa estamos bien, y eso manda. Por abajo de eso, hay algunos problemas, pero tanto no importa, ¿vio?

—Sí, Baez, pero vos sabés que los Mesa van a perder las elecciones ahora. Sin la intendencia, sin la millonada de guita que están gastando y con la crisis que se viene, la empresa va a quedar en rojo… Al sindicato ya no le va a convenir mantener las relaciones carnales con estos perdedores. Mejor vayan pensando dónde queda el poder después de que ganemos otra vez nosotros, ¿entendés lo que te digo?

—Sí… Parece que los Mesa pierden, ¿no? —reconoció el sindicalista— Pero la fábrica va a seguir siendo de ellos, ganen o pierdan las elecciones. Y nosotros vamos a seguir en la fábrica— concluyó con su hablar sereno, reafirmándose en su argumento primero.

Lázaro dio una larga pitada a su cigarrillo. Aspiró, saboreó el humo como quien saborea una oportunidad de victoria. Recién entonces acomodó sus codos en la pequeña mesa del bar y acercó su rostro al de Báez.

—Bueno, los laburantes van a quedar en la fábrica, seguro. Pero los dirigentes como vos tienen que hacer carrera, viejo… ¿cuántos años tenés ya, y todavía en la fábrica?  Nosotros vamos a ganar, y entonces imaginate a vos… Arreglamos con el sindicato primero, ojo, eh, pero imaginate a vos de Director de Inspecciones Industriales del municipio… ¡no me vas a comparar!

Báez también se tomó su tiempo para retomar la conversación. Miró por la ventana, recorrió el bar con la vista verificando que no hubiera nadie conocido en las inmediaciones y, en el mismo tono discreto de la última intervención del funcionario municipal, dijo:

—Me interesa, Gándara… En concreto, ¿de qué me está hablando?

Lázaro tenía en sus manos lo que había ido a buscar. Con los estudios médicos de Don Bermúdez y el interés del dirigente de la comisión interna del Sindicato para avalar las denuncias a cambio de un futuro puesto en la Dirección de Inspecciones Industriales, la jugada estaba lista para ser ejecutada. Los Mesa ya no tendrían cómo remontar la campaña electoral. Sus posibilidades de triunfo quedarían definitivamente enterradas cuando Saldívar diera el okey y Lázaro pusiera en marcha la operación política, un rutinario juego de tahúres en el que el dueño de los naipes tenía todas las cartas marcadas para ganar.

* * * 

Pero con Saldívar nunca se sabe. Depende del día, y aquel día no había empezado del todo bien. El tipo venía de una noche de negocios pasado de wisky y cocaína, y ya en su casa, apenas había dormitando inquieto frente al televisor, hundido en su sillón de dos plazas, retorciéndose cada tanto. Hasta que a las seis de la mañana lo incomodaron las luces del alba, se dio una larga ducha y se dirigió a la municipalidad. Todavía duro por la merca, apeló al Rivotril para “bajar”, como solía hacer en estos casos: dos pastillas de ése o cualquier otro ansiolítico que el director de Salud del Municipio le proveía sin preguntar. Así, por momentos alterado y por momentos sedado, el intendente llegó a su oficina.

Cuando Lázaro le contó su propuesta,  por supuesto que Saldívar no la aceptó. Al menos, no en los términos en que Lázaro había planeado las cosas. Orgulloso, inseguro y celoso de las iniciativas de los demás, Saldívar decidió tratar a su amigo con desprecio, negándole la posibilidad de sentirse artífice no ya de una decisión, ni siquiera de una idea. Se dedicó durante toda la discusión a reafirmar absurdamente su autoridad y relegar a Lázaro a sentirse apenas una pieza más en el tablero, un peón inútil que nada decidiría, en vez del dueño de los naipes con las cartas marcadas como él pretendía ser.

En la reunión, además de ellos dos, estuvo Chachi Gauna. Saldívar entonces estableció un tortuoso juego de humillaciones hacia Lázaro pensando que así se luciría ante los ojos de la mujer. Lo enfurecía la idea de que Chachi Gauna pudiera dudar de él, y también para espantar ese fantasma que lo perseguía, en aquella ocasión sobreactuó.

A pesar de su humor perro y su desequilibrio emocional, Saldívar se esforzó por ir explicando lo que, pretendía, sería una jugada mucho más inteligente de la que Lázaro había ideado.

—A ver Lazarito, escuchame querido. Las elecciones las estamos ganando bien, ¿no? Haciendo la plancha como ahora, ganamos bien… Entonces, ¿para qué desperdiciar semejante bomba en una batalla que ya está ganada, me querés decir? ¿Para qué cajaros? ¡Para qué!

El grito último quedó flotando pesado, como una sentencia, casi sin esperar respuesta. Lázaro buscó con la mirada los ojos de Chachi, que giró su cabeza hacia la ventana para evitarlo. Finalmente el hombre respondió, buscando no perder el ánimo.

—No entiendo… ¿Cómo para qué? Tenemos la denuncia servida en bandeja, ¿les vas a perdonar la vida? —Escuchando sus propias palabras, sabiéndolas coherentes, Lázaro se animó y agregó, en tono fraterno, amistoso: —No seas boludo, che…

— ¡A mí me decís boludo! ¡Boludo a mí! —estalló Saldívar, como era previsible, con agresividad desproporcionada— ¡No seas boludo vos, querés, no seas boludo vos! ¿Te parece que estoy pensando en perdonarles la vida? —agregó, ahora más compasivo—  Si te digo esto es porque tengo en mente algo mejor todavía…

Hizo una pausa que ninguno se atrevió a desafiar. Aún manejando la situación, Saldívar seguía incontrolablemente alterado. Supo entonces que, una vez más, la excitación creciente lo estaba induciendo a ese acto reflejo, casi mecánico, de llevarse la mano al bolsillo del saco, tomar el pastillero de Rivotril, destaparlo y extraer un comprimido, llevarlo a su boca y seguir su actividad como si nada. Podía hacer todo eso en dos segundos, en cualquier lado, mientras daba la espalda momentáneamente a los demás.
Chachi aprovechó el vacío para intervenir por primera vez.

—En vez de hacer la denuncia nosotros, se la damos a algún diario grande, y que hundan a los Mesa pero sin quedar pegados nosotros… ¿es eso?

—Bien, Chachi, bien, pero no es eso, no… —Saldívar miraba de lado a Lázaro mientras respondía a la mujer.

Esta vez el nuevo silencio generó más incomodidad que temor. Sabiéndose definitivamente vencedor, Saldívar retomó: —Vendemos la denuncia —dijo—. Ni la difundimos nosotros ni se la damos a nadie, la ven-de-mos —subrayó, silabeando la palabra— ¿Se entiende, Chachi? ¿Te das cuenta, Lazarito? ¿Y a quién se la vendemos? ¿A un diario? ¿A un canal de televisión? No, mis queridos, no. Pensemos —hizo otra breve pausa mientras retomaba la serenidad, gozando momentaneamente esa sensación buscada que le provocaba el ansiolítico relajando su sistema nervioso central. —¿Quién va a pagar más por esa denuncia? ¡Los Mesa! Vendámosle la denuncia a los Mesa. Los sentamos y les decimos: muchachos, acá tenemos esto que tienen que sacarnos de nuestras manos, porque si no, los hundimos y se tienen que dedicar a otra cosa… Y para sacarnos esto de nuestras manos, para enterrar esta denuncia, tienen que poner tanto…

Los miró a ambos, más calmo, satisfecho. Chachi respondió a su mirada con indiferencia. Saldívar apuntó entonces nuevamente a su amigo.

—¿Y? ¿No es mejor así, Lazarito? ¿No tengo razón yo, eh?

Lázaro fue ablandando su rostro, acompañando el cambio de Saldívar que ya no se mostraba agresivo, aunque la aparente serenidad no lograba aplacar su soberbia. “Lazarito me dice ahora, el muy cabrón”, se dijo, masticando la nueva humillación. Pensó entonces en el sindicalista al que le había ofrecido un cargo en el municipio. La estrategia cambiaba ahora, según los planes de Saldívar. Aún así, Lázaro iba a seguir esa relación sin contarle a su jefe. Después de todo, con denuncia o sin denuncia, arrimar a un dirigente sindical al armado político propio nunca estaría de más. Pensó todo esto pero no lo dijo. Se limitó a esbozarle a su jefe una sonrisa, tan falsa como la lealtad que los unía.

Continuará...

IV— Franco Mesa


A la altura del tercer cordón suburbano, lejos de la ruta provincial, Independencia aparece como un desperdicio de la geografía bonaerense. Su destino de intrascendencia quedó marcado desde su nacimiento, a mediados de los 90. En aquel entonces el gobernador decidió framentar algunos grandes municipios en tres o cuatro distritos menores, para evitar peleas internas en su partido y beneficiar a los jefes territoriales amigos repartiendo una parte a cada uno. Lejos de los barrios más pudientes, por fuera de la zona en la que aún se preservan algunas fábricas y empresas, Independencia terminó siendo el hermano bobo entre otros tres nuevos distritos que surgieron de la división. Descarte de un acuerdo político entre caudillos, todos ellos más importantes que Saldívar, que por eso recibió lo que recibió.

Ahora Saldívar está abandonado, marginado de la política, pero hasta hace pocos meses fue el intendente de Independencia. Su gestión municipal fue insignificante, aunque no perdió las elecciones por eso. Una cuota de mala suerte, su adicción y su torpe ambición hicieron más daño a su carrera política que su falta de brillo como funcionario. Su contrincante victorioso fue el empresario local Franco Mesa, hijo cuarentón y soltero de Oberdan Mesa, dueño de la Cementera Oberdan, una de las más importantes productoras de cemento para la construcción de la provincia.

El viejo Mesa preside, además, la filial local de la Unión Industrial Argentina. Franco conoció muchos resortes del poder acompañando a su padre dentro de aquella estructura encargada de ejercer presión ante los más corruptos estamentos del gobierno. El joven empresario había probado suerte en la política cuatro años atrás, pero en aquella ocasión Saldívar era la novedad en las filas del peronismo y había ganado sin problemas. En el período que fue de aquella elección perdida a esta última victoriosa, Mesa aprendió a hacer política. Abandonó su afiliación inicial a la poco popular Coalición Republicana y fundó su propio partido vecinalista, Acción Comunal. Absorbió los mejores cuadros de la gestión empresarial para armar un equipo de propaganda sin fisuras. Con un discurso basado en la eficiencia, la honestidad y la seguridad, el nuevo intendente pudo ganar la elección. Pero esos mecanismos que sirven para acumular votos, transformados en decisiones políticas de gestión suelen no resultar del todo útiles para ganarse la confianza de los pobres.

* * *

El viejo López había hecho el pedido, y finalmente el intendente Mesa recibiría a los representantes barriales en su despacho. Estaban en la puerta del edificio municipal el viejo, su mujer, Marta, El Flaco, y pronto llegarían Culebra y El Pela. Se anunciaron y los hicieron pasar.

El despacho ya lo conocían. Era el mismo en el que solía recibirlos Saldívar durante su gestión anterior. Se llegaba subiendo por ascensor o por las escaleras después de atravesar el hall de entrada, doblando a la izquierda unos treinta metros por un pasillo austero y pasando por una sala de espera para las visitas. Mientras Saldívar había sido intendente las paredes de esa sala habían estado repletas de fotos suyas con otros políticos, diplomas que le habían entregado el Club Mártires de Independencia, la Cámara empresarial distrital y otras instituciones de la zona, en agradecimiento por los subsidios municipales recibidos. Todo eso ya no estaba, y las paredes se mostraban desnudas, esperando una nueva mano de pintura. Los muebles, en cambio, seguían en su lugar: tres grandes sillones de cuerina marrón para los invitados y, en un rincón, una inmensa caja fuerte antigua que parecía estar allí sólo como adorno. No era una caja fuerte de empotrar, como esas que se esconden detrás de un cuadro, sino una especie de armario de hierro, de un metro y medio de altura, amurada por sus cuatro patas al piso. Los detalles de bronce lustrado le daban al armatoste un aspecto de reliquia, aunque más por antiguo que por valioso. La clásica rueda numerada de toda caja fuerte se veía rota, sin el tambor central y con un pequeño resorte asomando. Aún así semejante mole de hierro parecía ser, o haber sido, una muy segura caja de seguridad. Sobre esta caja fuerte descansaba el mismo florero con las mismas flores de plástico que adornaron los cuatro años de la gestión anterior. En eso reparó Ofelia, la mujer del viejo López, cuando repasó con la mirada el lugar:

—Hizo bien Mesa en sacar todos los cuadros de Saldívar. Ahora, si va a pintar las paredes, tendría que cambiar también esa cosa de fierro de ahí y esas flores de plástico horribles, que dan tanta sensación a viejo.

El Flaco no prestó atención a las palabras de Ofelia ni a la decoración. Ensimismado con la idea de tomar el edificio como medida de lucha, calculó mentalmente los metros que separaban la entrada al edificio en la planta baja del despacho del intendente en el primer piso.

domingo, 14 de marzo de 2010

III- "¿O resulta que ahora somos todos santitos y nos escandalizamos de la política, eh?"


El olor a frito de las milanesas que al mediodía se vendieron en sánguche con lechuga y tomate a cuatro pesos aún inunda las instalaciones de la Sociedad de Fomento “Sonkoy”. Es febrero, y el calor húmedo del verano acrecienta el ánimo molesto de las cinco personas reunidas en torno a la mesa grande del lugar. De ladrillos a la vista y láminas de Jesucristo, el Che y Eva Perón en las paredes, el salón cumple las funciones de lugar de reunión, y también de comedor al mediodía y algunas noches de fiesta. La cocina está ahí pegada, separada sólo por un mostrador: por eso el olor a fritura se vuelve tan invasivo. En la reunión están presentes los dirigentes de la Sociedad de Fomento: el viejo López, presidente, y su mujer Ofelia, tesorera. También están Marta, antigua dirigente de la cooperativa de viviendas ya inexistente; el Culebra, coordinador de la comparsa; y el Pela, remisero. El ventilador de techo a máxima velocidad revuelve el aire caliente y genera un ronroneo que no llega a molestar; apenas resuena como una monótona melodía de fondo.

—Lo del impuestazo ya está, van a empezar a llegar las facturas de cobro de los impuestos municipales con aumento, como está pasando en los barrios del centro –dice Marta. —Mi cuñada tiene una conocida que trabaja en la Municipalidad, y cuenta que ya está habiendo reclamos de gente que se queja porque en la última boleta le llegó hasta el doble de lo que pagaba.

De pelo siempre corto, mirada dura y palabras claras, Marta supo ganarse el respeto de propios y extraños aún desde antes de que el barrio fuera barrio. Su protagonismo durante los primeros días de la toma de tierras que originó el asentamiento cuando ahí todavía no había nada, quedó plasmado en el bautismo del lugar. “Barrio Sonkoy”, había propuesto la mujer, de origen santiagueño, aquel mismo primer día del censo vecinal cuando las casillas empezaban a echar raíces, casi veinte años atrás. “Sonkoy quiere decir corazón –había explicado— y por eso está bien que así se llame el barrio, porque sin corazón, sin amor por lo que hacemos no hay ni casa ni barrio ni nada; y Sonkoy es en quichua, para que no nos olvidemos de dónde venimos. Entonces acordémonos de nuestros abuelos cuando hagamos el barrio, así vamos a hacer un barrio que sea orgullo para nuestros nietos”. Un discurso simple había sido aquel, fogueado en las primeras brasas de la militancia de base, en medio de una lucha que marcaría el sentido de su vida de ahí en más.

—Hay que pedir la reunión directamente con el intendente Mesa, vamos a hablar con él a ver qué dice —propone el viejo López, convencido de que un presidente vecinal siempre tiene que hacer propuestas— Ya pasaron dos meses desde que asumió, así que no tienen por qué ponernos vueltas, vamos a verlo y listo— agrega.

—Pero vas a ver que sí las ponen a las vueltas, vas a ver que no es tan fácil con éstos– lo cruza entonces Ofelia con familiaridad, como si se tratara de una discusión de entrecasa.

El viejo López es presidente de la Sociedad de Fomento sólo porque Marta había jurado “no ser más dirigente ni nada”, y se negaba repetidamente cuando los vecinos iban a verla ante cada renovación de autoridades barriales. En muchos aspectos el viejo es lo contrario a Marta: componedor, evasivo a la hora de las decisiones difíciles, propenso al diálogo y al arreglo con todo lo que huela a autoridad, da lo mismo que se trate de un policía, cura o funcionario. A los 65 años su rostro sereno, su pelo entrecano y su voz grave y pausada complementan una personalidad ideal para los menesteres de la negociación. En los años al frente de la Sociedad de Fomento aprendió todas las mañas de la politiquería. Cada tanto suele mechar una broma o un comentario informal y pretendidamente simpático en las conversaciones, aunque ese recurso muchas veces aparezca forzado. “Hay que saber tratar a la gente”, se justifica. Ofelia, al contrariar a López, no hace más que repetir su actitud más habitual en la vida: discutirle al viejo, su marido, su sostén y el único motivo por el cual una mujer gris como ella podía estar en un rol de importancia en la Sociedad de Fomento.

—Bueno Ofelia, pero ya sabemos cómo es. Pedimos la audiencia, esperamos unas semanas, y si no nos atiende el intendente ya sabemos lo que tenemos que hacer —dice Culebra, y complementa el Pela: —Es más, ya podemos ir pensando la fecha de la movilización.

En el barrio nadie se imagina una movilización de protesta sin la comparsa del Culebra, por eso él es invitado especial a estas reuniones en la Sociedad de Fomento. Y si va Culebra va El Pela, su compañero y ladero fiel. Culebra vino a Buenos Aires desde Corrientes con su familia cuando todavía era un gurrumín; de aquel origen proviene, seguramente, su vena carnavalera. El Pela es chaqueño, llegó a los bordes de la gran ciudad ya de grande, en busca de techo y trabajo. Se conocieron loteando sus terrenos cuando se armó el barrio, y desde entonces viven casa de por medio frente a la placita. Allí hace sus ensayos la comparsa La vida es bella que dirige Culebra. Su amigo El Pela, que años atrás convirtió una indemnización por despido en un remís, suele suspender los viajes de trabajo si los de la comparsa necesitan ir acá o allá para reuniones del carnaval, para la compra de lentejuelas o para la contratación de las presentaciones. A su vez, cuando La vida es bella consigue alguna actuación importante los fines de semana, El Pela lleva de a cinco vecinos cobrando lo mínimo a cada uno, dos o cuatro pesos, para que todos puedan ir. Cuando lo convocaron a esta reunión Culebra pensó en Marta, en que seguramente allí volvería a verla, pero no preguntó, se limitó a confirmar su asistencia. El Pela también supo que su amigo vería allí a la mujer y tampoco dijo nada, se guardó para sí la desazón.

La conversación avanza y las bisagras sin lubricar de la puerta de entrada de la Sociedad de Fomento delatan la llegada de alguien más. Antes de que nadie reaccione, el hombre fornido al que todos conocen como El Flaco arrima una silla de las que están amontonadas contra la pared y se suma a la reunión. El silencio incómodo que genera su llegada no lo amilana. Por el contrario, le da pie a una primera intervención, y va directo al grano.

—Claro que hay que ir pensando la fecha, Pela —se engancha, habiendo escuchado sólo las últimas palabras que hacían referencia a la protesta—. Pero no de una movilización, con una movilización no hacemos un carajo… Los Mesa tienen su patota, su propia seguridad, tienen a los milicos laburando para ellos… Vienen de manejar empresas esos tipos, de manejar conflictos sindicales, así que imaginate, si hacemos una marcha nomás no llegamos ni a la esquina, hermanito, ni a la esquina… Hay que ganarles de mano —dice; verifica que su rápida intervención haya logrado la atención de todos y hace una pausa. Ante cada silencio el ronroneo del ventilador de techo parece aumentar, el calor del lugar se vuelve más agobiante y el olor a frito ocupa los espacios vacíos.

Al Flaco le dicen Flaco porque pesa 120 kilos, paradoja de los apodos en la lengua popular. También él integra la Sociedad de Fomento. Es su Secretario de Juventud, aunque ya va pisando los 40. Entre los vecinos tiene seguidores y detractores. Maneja una bandita de pibes chorros y eso no lo deja bien visto. Pero, a la vez, les enseña a los más jóvenes los viejos códigos del oficio. Con eso logra que no roben dentro del barrio, y así suma algunas consideraciones a su favor. También supo tener su militancia política: “Yo soy uno de los presos del Plan Austral”, suele fanfarronear, rememorando la vez que militantes del peronismo fueron encarcelados durante las protestas por la aplicación del plan económico de Alfonsín, en 1985. Cuenta que fue durante aquella represión cuando le bajaron uno de los dientes frontales, lo que deja a la vista un notable agujero cada vez que despliega su sonrisa amplia, casi bobalicona. Esa mezcla de muchachote bravo y gesto tierno de hombre cuarentón lo vuelve irresistible para las amas de casa del barrio con maridos ausentes o distraídos. Aunque no se privó de nada, si de mujeres maduras se trata él prefiere a las putas de la avenida: dosis breves de relaciones circunstanciales, sin trampas, sin más compromisos que el afecto del momento.

Como nadie habla, sigue El Flaco:

—Ganarles de mano, tomarles el municipio y prenderles fuego todo a esos garcas. Un quilombo padre que salga en la tele, en Crónica, en Canal 26, esa es la única forma de hacerlos retroceder con los impuestos y todo eso que hablaban ustedes.

—Ahora te salió el revolucionario de adentro a vos —lo cruza Marta. De todos los presentes es la única que se le anima.

—Pará, Martita —responde él— pará que sigo. Los Mesa ya tienen varias broncas acumuladas, no es sólo con los cirujas del barrio como nosotros –dice “cirujas” con gracia, sobreactuando, pero a todos les molesta la calificación—. Los comerciantes también los tienen montados en un huevo a los Mesa, muchos políticos ya saben que si los Mesa se hacen fuertes en el Municipio nos van a ir cagando de a poco a todos. Para joderlos a esos hay que tocarles el bolsillo o la imagen, no hay otra… Y como el bolsillo lo tienen bien cuidado, hay que hacerles mierda la imagen de buenos administradores y buenos políticos que se armaron…

—A ver, dale, hablá entonces, ¿qué te traés bajo el poncho?– indaga ahora Marta, ante el silencio atento de los demás.

—Lo ví a Saldívar, el otro día. Dice que si queremos, él viene hasta el barrio a hablar con nosotros.

Todos quedan en silencio. Ante el vacío vuelven a un agobiante primer plano el ronroneo del ventilador, el calor denso y el aroma de las milanesas fritas.

—¿Ese culosucio? —retoma por fin Culebra mientras pasa su brazo por la frente, secándose la transpiración. Hasta el momento sólo había seguido la conversación jugueteando con sus dedos sobre la mesa, imitando un tamborilleo grácil, silencioso.

—Sí, Saldívar será culosucio, pero si a nosotros nos sirve hay que aprovecharlo, ¿o no? —retoma el Flaco. Sin levantarse de la silla vuelca su cuerpote sobre la mesa, acercándose a los demás, como si se preparara para decir una infidencia o una amenaza, y sigue: —Saldívar dice que si vamos contra los Mesa, tenemos el apoyo de él, que contemos con lo que haga falta… El tipo está resentido porque lo sacaron de la intendencia, quiere volver a candidatearse cuando los Mesa estén pa´trás, qué se yo, la cosa es que si vamos fuerte contra estos turros del municipio, no vamos a estar solos.

—Mejor solos que mal acompañados, Flaco, dejá de joder. ¿O acaso qué hizo Saldívar por nosotros mientras era intendente? —responde Marta, y en seguida la avalan los movimientos de cabeza y susurros de Culebra, El Pela y hasta Ofelia. Sólo el viejo López se mantiene impávido.

—Como quieran che —retoma el Flaco— pero si queremos que no nos caguen… Porque estos garcas empiezan subiendo los impuestos municipales y después rematan las casas de los que no puedan pagar, ¿o no es así, Marta? Va a ser así, viejo, de cajón que va a ser así… Si no queremos que vengan por nuestras casas, por nuestros terrenos para hacer negociados, hay que tomarles el municipio, que se peguen un flor de cagazo, y a la mierda. Con el “culosucio” de Saldívar, como dicen ustedes, lo único que te estoy garantizando es que no vamos a ir en cana, que cuando nosotros vayamos de punta contra los Mesa va a haber otros que también le peguen al mismo tiempo, ¿o resulta que ahora somos todos santitos y nos escandalizamos de la política, eh?

Nadie responde. El Flaco hizo un esfuerzo de argumentación poco habitual en él, y sus fundamentos parecen ahora más sólidos que al principio. Además, el tono de su voz había ido subiendo en forma intimidante.

El nuevo silencio anuncia el fin de la reunión. Marta es la primera en ponerse de pie. Ofelia echa su silla hacia atrás. El Flaco vuelve a ocupar el vacío:

—Eh, viejo —interpela a Don López— ¿queda algún sánguche de milanesa? Tengo una lija…


sábado, 6 de marzo de 2010

II— El barrio Sonkoy

En el capítulo anterior: 1— Saldívar y el Flaco

Una pareja de halcones peregrinos anida en el pararrayos de la estación de servicio. Cuando amanece y cada atardecer, el macho acostumbra sobrevolar el barrio a baja altura. El barrio Sonkoy ofrece un cielo fácil: no hay edificios, muy de vez en cuando puede verse alguna construcción de dos pisos, el resto son  sólo casas bajas. Los fresnos y sauces ganan altura y sobresalen por encima de los techos. En su vuelo, el halcón peregrino disfruta los manchones verdes de la copa de los árboles, juega con los reflejos plateados de las chapas de algunos techos y se cuida de no bajar. Es que desde abajo el panorama no es tan puro. Alzando la vista desde cualquier esquina, se impone la maraña de cables que atraviesa cada calle, tajeando el cielo a contraluz. También se recortan, en negro sobre azul, las varillas de aluminio dobladas de las viejas antenas de TV rotas por el viento y el desuso. Aunque ahora, cada tanto, pueden verse las antenas satelitales, redondas, futuristas para el contexto.

Sonkoy es la barriada popular más grande del municipio de Independencia. Hace 20 años fue una ocupación ilegal sobre la que se armaron casillas precarias, después fue un asentamiento, y finalmente se convirtió en barrio. Ahora sus casas son todas de material. Las paredes, muchas sin reboque, ofrecen un muestrario de los ladrillos más diversos: los comunes, rebocados al frente o desparejos en alguna pared secundaria; prolijos ladrillos de canto más allá, para ahorrar; los huecos de color naranja o los más reforzados bloques de cemento gris.

La Sociedad de Fomento “Sonkoy”, frente a la plaza, fue pensada para un destino de grandeza que aún no alcanza. Sobresalen de la losa que hace de techo los fierros de las columnas de un primer piso que nunca llegó a ser. Retorcidas, oxidadas, esas varillas de fierro asomando al aire como paja reseca sólo sirven para resaltar el proyecto inconcluso, los anhelos truncados. La pintura del frente no respeta los detalles: termina, desflecada, centímetros antes del marco de la puerta; cae, escurrida sobre la vereda, sin zócalos que le marquen límite. Con cada tormenta su tonalidad verde agua se lava un poco más.

Con el tiempo las calles de tierra lograron el mejorado asfáltico. Entonces Sonkoy se ganó, definitivamente, el status de barrio y dejó la más despectiva denominación de villa para la parte baja, una zona lindante que, expuesta a las inundaciones, quedó deshabitada durante los primeros años. Allí, tiempo después, llegaron a hacer sus casillas los más pobres entre los pobres. En la villa el paisaje es de madera, chapa y chatarras. Las calles, transitadas sólo por carros tirados por caballos o bicicletas, siguen siendo de tierra y levantan polvareda o se embarran hasta el absurdo los días de lluvia. En la parte baja se refugian los ladrones de la zona, se desarman autos robados y, cada tanto, se balean con la cana o entre sí los pibes chorros, adolescentes sin futuro, pero sin un futuro demasiado inmediato: directamente sin presente.



III- "¿O resulta que ahora somos todos santitos y nos escandalizamos de la política, eh?"


viernes, 5 de marzo de 2010

I— Saldívar y el Flaco

El hombre clavó los frenos al ver un enorme bulto atravesado en el camino. A pesar de la noche cerrada, sin luna, notó que se trataba del tronco de un árbol caído. “Alguien lo puso ahí, carajo” se dijo, y maniobró con destreza para que la frenada violenta no lo hiciera perder el control. No llegó a poner las luces altas cuando intuyó una imagen fantasmal por la ventanilla de su lado izquierdo. Aunque había demostrado buenos reflejos, apenas el vehículo se detuvo recibió un golpe repentino y sintió el frío del caño en la sien.

—¡Bajate y pirá viejo, dale, bajate o te quemo, bajate bajate!

El muchacho intentaba controlar el temblequeo de su mano derecha que sostenía un 32 corto apuntando a la cabeza del automovilista.

Del estéreo del auto emanaba una voz femenina entonando una empalagosa melodía: “Si tu no estás aquí, no sé / qué diablos hago amándote”. El olor a quemado por la fricción del neumático contra el asfalto impregnaba toda la escena.

—Tranquilo pibe, ahora te doy todo, ahora me bajo, pero no te confundas, no hagas cagadas, ¿sabés?

La avenida estaba desierta, como siempre a las dos de la madrugada. El farol de esa esquina estaba roto. El hombre intentó ver el rostro del muchacho, pero no pudo. La mínima claridad provenía del resplandor anaranjado de las luces interiores del auto (el tablero, el reproductor de música, la luz que se activó cuando el hombre abrió la puerta aunque no bajó), y los dos haces que proyectaban los faros delanteros, como rayos blancos partiendo al medio la noche negra.

—Esperá que te desactivo el Low Jack pibe, pará. —El hombre intentaba ganar tiempo, buscaba revertir la batalla desigual que libraba contra el caño del revólver y el dedo nervioso en el gatillo.

—No me hagás ninguna, ¡eh! Desactivá la mierda esa y corré, vamos vamos! —El joven estaba ahora algo desconcertado: nunca antes alguien a quien estuviera robando le había ofrecido desconectar la alarma.

Mientras tanto, la música seguía cubriendo los vacíos del diálogo entrecortado: “Derramaré mis sueños/ si algún día no te tengo”.

—¿Con quién laburás vos, pibe? A mi me conocen todos, eh, ¿no me conocés vos? ¿Con el Flaco laburás? —Buscando controlar la situación, el hombre agudizó la vista y paneó el lugar. En la esquina, donde llegaban débiles las luces de la estación de servicio una cuadra más adelante, identificó una moto de alta cilindrada que creyó reconocer. Desde allí, con las dos manos en el manubrio, una persona corpulenta supervisaba la labor del joven asaltante.

—¿Es el Flaco el de la moto? ¡Flaco! ¡Soy yo, Flaquito!

El ladrón, furioso y confundido, soltó un grito veloz, casi inteligible:

—¡Te reconoció boludo! ¡Lo pongo! ¡Lo pongo y rajamos!

—Vos no ponés a nadie, pendejo. Salí de ahí. —ordenó el de la moto a la distancia, y preguntó— ¿Saldívar?

—Claro, Flaco, soy yo, hermano. ¡Si hasta te estaba buscando! Mirá cómo te vengo a encontrar…

Recién entonces el de la moto se acercó a la escena. Corrió al muchacho a un lado de un suave empujón, le dió la mano al hombre que estaba siendo asaltado y sonrió.

—Flaco querido —dijo el del auto—, mirá en qué quilombo te metías si no te reconocía, eh… ¿quién es el pibe? Que se controle, decile…

—Todo bien Saldívar, no pasa nada. ¿Cómo sigue la cosa?

— Mirá, de eso te quería hablar… Hagamos así. Seguí hasta la Shell de la otra esquina, ahí nos tomamos algo y te cuento.

El grandote al que llamaban “Flaco” subió a la moto. La enciendió, esperó que el auto de Saldívar arranque, y partió detrás.

El muchacho del 32 quedó solo en la esquina. Escondió el revólver en su espalda sujetado por el cinto y acomodó la camisa suelta por fuera del pantalón, tapando el bulto. Se alejó en sentido contrario al que tomaron el auto de su víctima y la moto de su amigo. La música del estéreo terminaba de deshilacharse en el aire: “Pasearé en un cielo sin estrellas / tratando de entender quién hizo / un infierno el paraíso”. Caminó por la vereda izquierda pegadito a la pared, por donde la luz de los otros faroles de la calle que sí encendían llegaba con menos intensidad.