domingo, 21 de marzo de 2010

V— Una sonrisa tan falsa como la lealtad que los une



Cuatro meses atrás, con los primeros soles de primavera, Saldívar había dejado escurrir de entre sus dedos la posibilidad de aniquilar a su rival y garantizar su segundo mandato. Con el tiempo él mismo se referirá a aquella decisión ambiciosa y desacertada: “le vendimos nuestra victoria al enemigo”, dirá.

* * *

Faltaba un mes para las elecciones y las encuestas del diario Voces de Independencia daban una ventaja muy amplia a Saldívar. El intendente que buscaba su reelección ponía plata en ese pasquín municipal que tantas otras veces había mentido a favor del oficialismo, pero aún así, en este caso no había motivos para dudar. La gestión opaca y poco conflictiva de Saldívar sumaba más voluntades que las que todavía lograba entusiasmar Franco Mesa. El grupo empresarial había instalado la candidatura del joven Franco con una inversión obscena, descomunal. Pagaron decenas de miles de carteles en calles y avenidas. En los barrios populares su propuesta fue ingeniosa. Los Mesa no daban bolsones de comida a los pobres, como hacían desde la intendencia. Organizaban, en cambio, festivales de cumbia y chamamé y sorteaban plata en efectivo, un salario básico para diez vecinos por festival. “El candidato que te regala el sueldo”, gritaba el animador desde el escenario improvisado en la explanada de un camión, y la frase se convirtió en el slogan más efectista. A eso sumaban una permanente inversión publicitaria disfrazada de artículos periodísticos y spots televisivos ensalzando la figura del candidato empresario.

Pero a pesar de los cientos de miles de pesos invertidos por los Mesa, tres semanas antes de las elecciones Saldívar se mantenía diez puntos arriba en las encuestas. La estrategia básica, primaria, de limitarse a hacer las cosas más o menos bien durante el último año de gestión le venía dando buenos resultados. Así de tranquila venía la campaña, cuando Saldívar desaprovechó la posibilidad de rematar a su adversario.

* * *

Lázaro Gándara era el Secretario Privado de Saldívar, su hombre de confianza en la política. Se habían conocido en el colegio industrial y durante la juventud habían sido amigos de vicios y parrandas. Junto a la después fallecida Chachi Gauna —otra protagonista de esta historia— conformaban el núcleo de hierro por el que pasaban todas las decisiones de importancia.

Semanas atrás, a la oficina de Lázaro había llegado Don Bermúdez, un ex trabajador de la cementera de los Mesa. El viejito llevaba consigo un certificado médico que alertaba sobre la causa de su enfermedad terminal: contaminación por las deficientes condiciones laborales en la empresa del candidato opositor. El hombre, achacado por los años de trabajo duro y por las dolencias incurables, puso en manos del funcionario el certificado elaborado por el servicio médico de la propia empresa. Lázaro, lejos de preocuparse por los padecimientos del viejo, rumbeó sus pensamientos en otra dirección. Como si se tratara de una revelación divina, se le desdibujó todo lo que tenía enfrente y su mente sólo registró por unos segundos, como si las estuviera viendo al alcance de sus manos, las tapas de los principales diarios nacionales con la denuncia pública que terminaría de hundir a los Mesa. Sin volver a reparar en el viejo, retuvo el certificado médico con el mismo celo con que hubiera guardado el mapa de un tesoro. Con una sonrisa que nada tenía que ver con la cortesía y sin disimular su apuro por sacárselo de encima, derivó al viejito a otra oficina y ordenó que le tramitaran una pensión por invalidez. Quedó solo en su despacho, ordenó que no lo molestaran. Dio vueltas a paso acelerado rodeando el escritorio, mientras pensaba cómo informar de todo a Saldívar. Pero repentinamente decidió que debía serenarse. Tenía que ser meticuloso, y se propuso no dejar ningún cabo suelto antes de actuar. Si iba a denunciar a la empresa, había que hablar primero con el sindicato, pensó. Saldívar podía esperar.

***

Don Bermúdez no había querido llevar el caso al dirigente gremial de su empresa. “Ese seguro que arregla todo con los patrones”, había dicho el viejo. “Un sindicalista propenso al acuerdo”, pensó Lázaro, otro buen dato a su favor. Reafirmó entonces que debía hablar primero con el sindicato antes de avanzar en su jugada. Con los papeles a cuestas se reunió con el dirigente de la comisión interna de la empresa, Hugo Báez: un hombre alto y flaco, humilde, de tez clara y mirada mansa. Su aspecto no era el del sindicalista clásico. Su práctica, en cambio, no hacía la diferencia. Báez se había hecho fuerte como delegado general de la planta después de ganar la disputa con los camioneros por el encuadramiento de los afiliados en uno u otro sindicato. La empresa prefería mantener alejado al más poderoso gremio de los transportistas, y por eso había apoyado a Báez como representante del Sindicato de Trabajadores de la Industria del Cemento. Éste había sabido retribuir el apoyo de sus patrones manteniendo a raya a los trabajadores que debía representar. Un sindicalista corrupto, hecho y derecho era Hugo Báez, y sin embargo aún no se había aventurado en la política. Otro buen dato para Lázaro.

—Mirá, Báez, tenemos información de que en la planta hay laburantes con graves problemas de salud —planteó Lázaro al sindicalista.

—Problemas siempre hay, Gándara, como en todos lados, ¿sabe? –Lázaro era más joven que Báez y lo tuteaba, pero el dirigente gremial mantenía las formas tratándolo de usted —Acá en la fábrica lo importante es que con los Mesa estamos bien, y eso manda. Por abajo de eso, hay algunos problemas, pero tanto no importa, ¿vio?

—Sí, Baez, pero vos sabés que los Mesa van a perder las elecciones ahora. Sin la intendencia, sin la millonada de guita que están gastando y con la crisis que se viene, la empresa va a quedar en rojo… Al sindicato ya no le va a convenir mantener las relaciones carnales con estos perdedores. Mejor vayan pensando dónde queda el poder después de que ganemos otra vez nosotros, ¿entendés lo que te digo?

—Sí… Parece que los Mesa pierden, ¿no? —reconoció el sindicalista— Pero la fábrica va a seguir siendo de ellos, ganen o pierdan las elecciones. Y nosotros vamos a seguir en la fábrica— concluyó con su hablar sereno, reafirmándose en su argumento primero.

Lázaro dio una larga pitada a su cigarrillo. Aspiró, saboreó el humo como quien saborea una oportunidad de victoria. Recién entonces acomodó sus codos en la pequeña mesa del bar y acercó su rostro al de Báez.

—Bueno, los laburantes van a quedar en la fábrica, seguro. Pero los dirigentes como vos tienen que hacer carrera, viejo… ¿cuántos años tenés ya, y todavía en la fábrica?  Nosotros vamos a ganar, y entonces imaginate a vos… Arreglamos con el sindicato primero, ojo, eh, pero imaginate a vos de Director de Inspecciones Industriales del municipio… ¡no me vas a comparar!

Báez también se tomó su tiempo para retomar la conversación. Miró por la ventana, recorrió el bar con la vista verificando que no hubiera nadie conocido en las inmediaciones y, en el mismo tono discreto de la última intervención del funcionario municipal, dijo:

—Me interesa, Gándara… En concreto, ¿de qué me está hablando?

Lázaro tenía en sus manos lo que había ido a buscar. Con los estudios médicos de Don Bermúdez y el interés del dirigente de la comisión interna del Sindicato para avalar las denuncias a cambio de un futuro puesto en la Dirección de Inspecciones Industriales, la jugada estaba lista para ser ejecutada. Los Mesa ya no tendrían cómo remontar la campaña electoral. Sus posibilidades de triunfo quedarían definitivamente enterradas cuando Saldívar diera el okey y Lázaro pusiera en marcha la operación política, un rutinario juego de tahúres en el que el dueño de los naipes tenía todas las cartas marcadas para ganar.

* * * 

Pero con Saldívar nunca se sabe. Depende del día, y aquel día no había empezado del todo bien. El tipo venía de una noche de negocios pasado de wisky y cocaína, y ya en su casa, apenas había dormitando inquieto frente al televisor, hundido en su sillón de dos plazas, retorciéndose cada tanto. Hasta que a las seis de la mañana lo incomodaron las luces del alba, se dio una larga ducha y se dirigió a la municipalidad. Todavía duro por la merca, apeló al Rivotril para “bajar”, como solía hacer en estos casos: dos pastillas de ése o cualquier otro ansiolítico que el director de Salud del Municipio le proveía sin preguntar. Así, por momentos alterado y por momentos sedado, el intendente llegó a su oficina.

Cuando Lázaro le contó su propuesta,  por supuesto que Saldívar no la aceptó. Al menos, no en los términos en que Lázaro había planeado las cosas. Orgulloso, inseguro y celoso de las iniciativas de los demás, Saldívar decidió tratar a su amigo con desprecio, negándole la posibilidad de sentirse artífice no ya de una decisión, ni siquiera de una idea. Se dedicó durante toda la discusión a reafirmar absurdamente su autoridad y relegar a Lázaro a sentirse apenas una pieza más en el tablero, un peón inútil que nada decidiría, en vez del dueño de los naipes con las cartas marcadas como él pretendía ser.

En la reunión, además de ellos dos, estuvo Chachi Gauna. Saldívar entonces estableció un tortuoso juego de humillaciones hacia Lázaro pensando que así se luciría ante los ojos de la mujer. Lo enfurecía la idea de que Chachi Gauna pudiera dudar de él, y también para espantar ese fantasma que lo perseguía, en aquella ocasión sobreactuó.

A pesar de su humor perro y su desequilibrio emocional, Saldívar se esforzó por ir explicando lo que, pretendía, sería una jugada mucho más inteligente de la que Lázaro había ideado.

—A ver Lazarito, escuchame querido. Las elecciones las estamos ganando bien, ¿no? Haciendo la plancha como ahora, ganamos bien… Entonces, ¿para qué desperdiciar semejante bomba en una batalla que ya está ganada, me querés decir? ¿Para qué cajaros? ¡Para qué!

El grito último quedó flotando pesado, como una sentencia, casi sin esperar respuesta. Lázaro buscó con la mirada los ojos de Chachi, que giró su cabeza hacia la ventana para evitarlo. Finalmente el hombre respondió, buscando no perder el ánimo.

—No entiendo… ¿Cómo para qué? Tenemos la denuncia servida en bandeja, ¿les vas a perdonar la vida? —Escuchando sus propias palabras, sabiéndolas coherentes, Lázaro se animó y agregó, en tono fraterno, amistoso: —No seas boludo, che…

— ¡A mí me decís boludo! ¡Boludo a mí! —estalló Saldívar, como era previsible, con agresividad desproporcionada— ¡No seas boludo vos, querés, no seas boludo vos! ¿Te parece que estoy pensando en perdonarles la vida? —agregó, ahora más compasivo—  Si te digo esto es porque tengo en mente algo mejor todavía…

Hizo una pausa que ninguno se atrevió a desafiar. Aún manejando la situación, Saldívar seguía incontrolablemente alterado. Supo entonces que, una vez más, la excitación creciente lo estaba induciendo a ese acto reflejo, casi mecánico, de llevarse la mano al bolsillo del saco, tomar el pastillero de Rivotril, destaparlo y extraer un comprimido, llevarlo a su boca y seguir su actividad como si nada. Podía hacer todo eso en dos segundos, en cualquier lado, mientras daba la espalda momentáneamente a los demás.
Chachi aprovechó el vacío para intervenir por primera vez.

—En vez de hacer la denuncia nosotros, se la damos a algún diario grande, y que hundan a los Mesa pero sin quedar pegados nosotros… ¿es eso?

—Bien, Chachi, bien, pero no es eso, no… —Saldívar miraba de lado a Lázaro mientras respondía a la mujer.

Esta vez el nuevo silencio generó más incomodidad que temor. Sabiéndose definitivamente vencedor, Saldívar retomó: —Vendemos la denuncia —dijo—. Ni la difundimos nosotros ni se la damos a nadie, la ven-de-mos —subrayó, silabeando la palabra— ¿Se entiende, Chachi? ¿Te das cuenta, Lazarito? ¿Y a quién se la vendemos? ¿A un diario? ¿A un canal de televisión? No, mis queridos, no. Pensemos —hizo otra breve pausa mientras retomaba la serenidad, gozando momentaneamente esa sensación buscada que le provocaba el ansiolítico relajando su sistema nervioso central. —¿Quién va a pagar más por esa denuncia? ¡Los Mesa! Vendámosle la denuncia a los Mesa. Los sentamos y les decimos: muchachos, acá tenemos esto que tienen que sacarnos de nuestras manos, porque si no, los hundimos y se tienen que dedicar a otra cosa… Y para sacarnos esto de nuestras manos, para enterrar esta denuncia, tienen que poner tanto…

Los miró a ambos, más calmo, satisfecho. Chachi respondió a su mirada con indiferencia. Saldívar apuntó entonces nuevamente a su amigo.

—¿Y? ¿No es mejor así, Lazarito? ¿No tengo razón yo, eh?

Lázaro fue ablandando su rostro, acompañando el cambio de Saldívar que ya no se mostraba agresivo, aunque la aparente serenidad no lograba aplacar su soberbia. “Lazarito me dice ahora, el muy cabrón”, se dijo, masticando la nueva humillación. Pensó entonces en el sindicalista al que le había ofrecido un cargo en el municipio. La estrategia cambiaba ahora, según los planes de Saldívar. Aún así, Lázaro iba a seguir esa relación sin contarle a su jefe. Después de todo, con denuncia o sin denuncia, arrimar a un dirigente sindical al armado político propio nunca estaría de más. Pensó todo esto pero no lo dijo. Se limitó a esbozarle a su jefe una sonrisa, tan falsa como la lealtad que los unía.

Continuará...

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