martes, 6 de abril de 2010

VII. Saldívar, el fin


Diez días antes de las elecciones, durante la primera semana de setiembre, una tardía tormenta de Santa Rosa descargó su fuerza sobre Buenos Aires y las inundaciones tomaron en Independencia dimensión de catástrofe. Los barrios bajos contabilizaron trescientos milímetros de agua durante varios días. Ochocientas familias fueron evacuadas. En el centro el agua entró a los negocios y arruinó la mercadería. Una viejita y un chico murieron electrocutados por un cable del tendido eléctrico caído por la tormenta. Los bomberos de Independencia no estaban preparados para tanto, y los operativos de rescate se dificultaron ya que las principales calles de la cuidad sólo podían ser recorridas con botes o improvisadas balsas.

Saldívar se había propuesto mantener una gestión mediocre donde apenas se hicieran las cosas más o menos bien. Pero una estrategia así no incluye la prevención, ni el destino de recursos a situaciones de emergencia. La mediocridad no planifica respuestas a imprevistos, y esta tormenta no estaba en las previsiones de nadie, al menos en el municipio de Independencia. Ante el desconcierto y la ineptitud que mostraba no sólo él sino todo su equipo de gobierno, Saldívar cometió un error más. Buscando zafar del repudio social y de la périda segura de votos, intentó un último manotazo de ahogado: denunció que el caos generado por las inundaciones se debía a una maniobra de su adversario que, ante la inminencia de la tormenta, durante la primera madrugada de lluvia había mandado a anegar los desagües y las alcantarillas, tapándolas con bolsas de residuos con la deliberada intención de que pasara lo que finalmente pasó. La ocurrencia de Saldívar tenía un antecedente en su propia trayectoria política. En 1987, previo a las elecciones legislativas en las que el peronismo trataría de desgastar en las urnas al gobierno radical, su referente en el partido lo había llevado a él, por entonces un simple militante, a hacer ese trabajo sucio en medio de unas fuertes lluvias que terminaron con los barrios del sur de la capital más inundados que de costumbre, y dejaron al intendente porteño en una incómoda situación que le quitaría votos decisivos.

Pero en este caso nadie creyó que los estragos de esos días fueran consecuencia de una maniobra sucia del candidato opositor. Mientras Saldívar balbuceaba excusas inverosímiles, Franco Mesa aprovechó para hacer actos de solidaridad con los inundados, repartir colchones y ropa y anunciar obras de infraestructura. Recorrió con sus actos la sede del Centro de Comerciantes, iglesias de todo signo, varios Clubes y Sociedades de Fomento. De a poco comenzaban a alejarse del intendente caído en desgracia los representantes de las fuerzas vivas de Independencia.
La denuncia que nadie creyó hundió más a Saldívar, y fue durante esa semana que el periódico Voces de Independencia publicó en su tapa un adelanto de lo que finalmente sería el resultado electoral: “Se dan vuelta las encuestas. Mesa, 5 puntos arriba”.

* * *
No hace tanto, Saldívar se había creído el político más hábil al “perdonarle la vida” a su rival electoral para embolsarse una suma abultada en dólares. Ahora, el domingo de las elecciones, se sabía un ser ruin, inepto y derrotado. En medio de algunos pocos bocinazos de festejo por la victoria ajena, aquella noche Saldívar la pasó solo en su despacho. Allí estuvo. Con los puños de la camisa arremangados y la corbata floja a la altura del segundo botón, la línea de merca cortada sobre el vidrio del escritorio lista para ser esnifada, y el vaso de wisky, siempre a medio llenar.

***
Pasó más de un mes hasta que Franco Mesa asumió como nuevo intendente de Independencia. Sin poder ni querer resistirse, durante ese tiempo Saldívar incrementó su adicción a la cocaína y su consecuente necesidad de psicofármacos como contrapeso. Rivotril, Lexotanil, Prozac: el Secretario de Salud del municipio que le conseguía las recetas tuvo que ir variando la presentación de la droga para no despertar sospechas. Sin animarse a hablar del tema directamente con Saldívar, el funcionario médico citó a Lázaro y lo puso sobre alerta: si el hombre estaba consumiendo todo lo que le demandaba en recetas, además del consumo del polvo blanco debía estar tomando no menos de seis pastillas de 2 miligramos por día. Los vómitos y alucinaciones se volvieron cotidianos. Durante todo ese tiempo se lo vio ido y desalineado. Después de cada momento de exitación, los ansiolíticos lo deprimían aún más. Lázaro lo cuidó ese tiempo, en su departamento y en la oficina. También tuvo que cubrirle las espaldas en la gestión, negociando con la oposición una transición, si no digna, al menos discreta. En eso estuvieron los dos durante aquellos cuarenta enfermizos días, reparando sólo de tanto en tanto en que se les agotaba el tiempo y aún no se habían detenido a pensar cómo sacar, sin la llave perdida, los 900 mil dólares de esa maldita caja de hierro que tenían a pocos pasos de su despacho, y que los desafiaba con sólo permanecer inmóvil, impoluta, inexpugnable.

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